Había llegado el día en que Nicotino –Nico para los amigos-
decidió dejar de fumar.
Al llegar a casa se acomodó en un sillón y encendió un cigarrillo. El pequeño mechero Bic ardió como un soplete de bolsillo amenazando con quemarle las pestañas.
Nico saboreó en el cigarrillo siguiendo al humo con su
estela. De repente, un tirón misterioso recorrió su piel. Se sintió
violentamente succionado, absorbido. El cigarrillo lo estaba fumando con
violencia lanzando espantosas bocanadas de carne humana que enseguida se
convertían en humo.
Horrorizado, Nico contemplaba su cuerpo desmoronándose en
cenizas hasta que una voluta quedó suspendida en el aire y en el sillón no
quedó más que un montón de hollín azulado.
FIN
MÉTODO KARL PARA DEJAR DE FUMAR . Historia real.
Una noche de sábado, cada dos meses, tenía en casa una timba de póquer que duraba hasta el amanecer. Uno de mis compañeros de juego se llamaba Karl, un corpulento danés de 105 kilos de peso.Cuando se sentaba a jugar la silla crujía y repartía cartas haciendo resonar sus gruesos nudillos
sobre la mesa, pero percibí algo
distinto: no veía el cenicero que durante las partidas Karl atiborraba de
colillas. En mi casa se puede fumar, naturalmente ¿Qué es una timba sin humo?
Hacia las seis de la mañana hicimos una pausa. Karl y yo
coincidimos en la cocina y le pregunté cómo logró dejar de fumar.
-Pues gracias a mi mujer -Dijo Karl mientras sacaba unos
botellines de la nevera-. Montserrat, ya la conoces.
-Empezó como un juego privado entre nosotros -Karl se despachó
una cerveza en dos tragos-, cuando Montserrat entraba en casa y notaba el olor
a tabaco se ponía muy seria y me decía: "Karl, ven aquí" Me ordenaba
bajarme los pantalones, agacharme... y entonces me metía un dedo en el ano.
Karl ha conseguido hacerme alucinar en colores.
-Me introducía el índice en el culo -precisó Karl.
-Gracias, Karl, pero ya lo había pillado a la primera.
-Y lo cierto es que ha funcionado -me confirmó Karl cogiendo
otra cerveza.
Volvimos a la mesa para jugar al póker , pero no podía
concentrarme en el juego. Es lógico imaginándome al armario de Karl con sus 105
kilos, agachado, con los pantalones en los tobillos y el dedo barrenador de
Montserrat alojado en su esfínter. Una demoledora visión que no conseguía
apartar de mi mente. Ese día perdí más que nunca.
¡Ha vuelto Melmoth!!! VALORES CÍVICOS.
Mi enorme paraguas me protege de la intensa lluvia. Delante de mí una mujer camina empapada. Lo primero que se me ocurre es ofrecerle cobijo y acompañarla muy gustosamente al lugar de destino. Esto es lo correcto, pero desecho de inmediato la idea. La cosa ya no está para ejercer de caballero. Lo primero que pensaría de mí es que soy un perturbado.
Subo a un autobús. Ocupo el último asiento que queda libre. En la próxima parada sube un achacoso anciano. De inmediato se apodera de mí el impulso de cederle el asiento, pero la experiencia me dice que ahora los ancianos son muy orgullosos y no les gusta sentirse humillados delante de todos los pasajeros, dejando en evidencia su vejez, y siguen demostrando empecinadamente de que todavía son jóvenes, capaces de aguantar de pie, aunque realmente no puedan. Bajo en la siguiente parada. Ha dejado de llover. Me detengo en un paso de peatón. El semáforo está en rojo. Un ciego con bastón se detiene a mi lado. Tengo el impulso de ofrecerle mi brazo para ayudarle a cruzar la calzada, pero estoy escarmentado. A todos los ciegos que he intentado prestar mi ayuda la han desechado aduciendo airadamente que conocen muy bien su barrio. Antes de llegar a mi destino una vieja vagabunda me ofrece su vaso de cartón de Starbucks para que le eche unas monedas. De inmediato introduzco la mano en mi bolsillo pero me detengo bruscamente. He olvidado por un momento que ahora los mendigos tienen la desfachatez de contar las monedas delante de ti y como nunca quedan satisfechos de la cantidad ofrecida te insultan o te tachan de tacaño. Los actos cívicos y las buenas intenciones ya no cuentan. Todo ha cambiado y de momento no acabo de adaptarme a esta nueva situación de desconfianza, orgullo y rechazo por parte del necesitado. Llamo por el interfono. Le digo a ella que soy yo. Nos conocimos ayer por la noche en un bar musical. Hablamos y al final de la velada me dijo que era como si me conociera de toda la vida. Luego, me invitó a cenar en su casa y aquí estoy. Ya en el ascensor me aseguro, por instinto, de llevar mi navaja de afeitar en el bolsillo del abrigo. No, no me conoce. Será mi décima víctima.
FIN
Un proyecto que me hace ilusión. Iván Valencia (derecha) director de cortos con el que trabajé en BLACK BOX, me ha pedido un cartel para una obra corta de teatro: Serendipia.