De repente me encontré perdido paseando por el laberíntico
casco antiguo. Enfrente había un bar tenebroso con un triste neón parpadeante
-Bar Lovecraft-, tenía sed y empujé la puerta. Pedí una cerveza y el camarero,
lentísimo, me la sirvió caliente y desbravada. Frente a la barra había dos
parroquianos, tan tenebrosos que parecían formar parte de la decoración del
local. Y, contrastando con todo esto, una máquina tragaperras que no había
visto desde los años ochenta con un rótulo luminoso: Invasión marciana. En la
parte baja de la pantalla había un cañoncito que disparaba rayos hacia unos
marcianos que bajaban en formación militar al ritmo de una extraña musiquilla
que recordaba los latidos de un corazón. La diferencia con las máquinas que yo
recordaba era que estos marcianos eran los más feos y repulsivos que nunca
había visto en esos juegos.
El mugriento suelo estaba cubierto de esos monstruos
diminutos y gesticulantes como una invasión de termitas verdes. Salían de la
ranura de las monedas con un griterío que se imponía a la musiquilla del
aparato. Me mordían; algunos ya se habían encaramado encima de mis zapatos y
trepaban por dentro de mis pantalones. Pequeños pinchazos, pero multiplicados
por cien, por miles. Los mataba a docenas aplastándolos contra el suelo.
Me dirigí trabajosamente hacia la puerta. Los bichos ya me
llegaban a la altura del pecho y seguían mordiendo sin descanso. Los tres
hombres avanzaban hacia mí murmurando un extraño cántico:
-Itx h´mistt heliat´itxsiu haij!!!
Aquel neón del bar pareció iluminarse dentro de mi cabeza:
“¡Lovecraft! Esos tres seres que se me acercan extendiendo sus tentáculos y su
fétido aliento son los malignos adoradores de Cthulhu!” y me lancé de cabeza
contra la cristalera de la puerta.
Cuando recibí el alta volví donde estaba el bar. Ahora había
otro local; uno de esos bares regentados por chinos como muchos otros de la
zona. Al entrar distinguí a un oriental detrás de la barra. Alto, delgado y felino, cara de demonio; el
cráneo afeitado y unos ojos rasgados, magnéticos, verdes como los de un gato.
Me saludó:
-Hoy inagulamos, señor. La casa invita a un chupito de licol
de lagalto –y añadió-: Bienvenido al Bal Fu Manchú.
FIN
EL PROFESOR SIBELIUS ES CRÍTICO DE ARTE
FRODO SE PONE FILOSÓFICOPOR SI SE ANIMAN...Necesitaremos un costillar de cerdo. En una fuente o plato hondo poner las
costillas y cubrirlas con salsa de soja, un chorrito de zumo de limón, una
cucharada de pimentón, cebolleta cortada en rodajas finas y una cucharada de
azúcar. Dejar las costillas en la nevera y que reposen durante una noche entera
en este adobo dándoles la vuelta de vez en cuando.
Encender el horno a la máxima temperatura durante 15
minutos. Recomiendo usar esos moldes de un solo uso para horno de papel de
aluminio pues luego es muy engorroso limpiar el caramelizado.
Poner a hornear las costillas con unos taquitos de piña y
que se vayan cociendo unos 30 minutos a 150º. Quedarán caramelizadas, oscuras
(parecen teclas de piano) y muy sabrosas.
Ya están listas para comer con los dedos. Quedan muy bien
con arroz blanco, aunque quedarás como todo un as de la cocina oriental si
bajas al restaurante chino de la esquina a por una ración de pan de gambas para
acompañarlas.