domingo, 14 de junio de 2009
OLEO SOBRE TELA
La salita de fumadores del hotel es tan diminuta que se presta a la confidencia. El hombre que se ha presentado como restaurador ha bebido mucho vino durante la cena y, aparentemente, tiene muchas ganas de hablar.
-Yo me he metido varias veces en el interior de un cuadro –dice mientras enciende un puro que ilumina su cara surcada por arrugas-. Sí, literalmente. Cuando veía un cuadro que me gustaba de manera particular me ponía frente a él y me concentraba como un apóstol que sale de su barca para caminar por la superficie del agua.
La primera vez que lo conseguí fue en un cuadro de la Escuela Holandesa. Ya sabe, ese cuadro con un sendero en zigzag como una serpiente blanca y colinas verdes. Me sumergí en aquella pintura y fue una sensación incomparable… yo me convertía en un personaje de carne y hueso en el interior de aquel lienzo y todo cobraba vida: las siluetas de los peregrinos empezaban a moverse y decían algo en lengua flamenca hablando entre sí. De repente noté como si me estuviera fundiendo entre una capa de óleo. Así que me impulsé con todas mis fuerzas y salté afuera del cuadro antes de quedar retenido para siempre como un personaje más del lienzo.
El restaurador se acomoda haciendo crujir la silla. Su cuello se tensa y la cabeza calva me hace pensar en una tortuga asomando por el caparazón.
Hubo complicaciones –continua el restaurador-. Una copa de sidra muy fuerte servida por una robusta modelo de Rubens me dejó indispuesto durante semanas y otra vez cogí una pulmonía en la nebulosa pista de patinaje pintada por Degas.
El restaurador se pone en pie. Hasta ahora no me había dado cuenta de que era muy bajo. Lo justo para no ser considerado enano.
-Bueno, joven. Me he dejado llevar y he hablado mucho… ¡Buenas noches!
A solas en mi habitación no dejo de darle vueltas a la historia del restaurador y se me hace muy difícil conciliar el sueño. Abro mi bolsa de viaje y saco uno de los libros que siempre llevo conmigo: La torre del homenaje de Lampedusa. Abro una página al azar y me invade una brisa ligera como el movimiento de una capa de seda. Es la escena del banquete del rey Dagoberto en un valle rodeado de pinos. Mis dientes se hunden ávidamente en la carcasa del cordero asado fundiéndose en mi boca y goteando por la barbilla. El rey Dagoberto, que aprecia a los que disfrutan con la buena mesa, sonríe y ordena personalmente que me sirvan más vino. Es un borgoña con destellos rubíes, vigoroso, aunque algo áspero para mi gusto.
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